jueves, 7 de febrero de 2008

Confesión

Por alguna extraña razón que no recuerdo, me encontraba en ese salón.
Paredes blancas me rodeaban, adornadas por unos cuantos cuadros de Miró y Picasso. Habían sillas de espera en algunos sectores, maceteros con plantas exóticas (já) rellenaban esas esquinas vacías del salón. Estaba sentado en una de las sillas, y junto a mi 3 personas más.


-Que raro, no entiendo nada.


Una mesita, una silla, un computador y muchos papeles sobre ésta.


-Mini oficina? Mini Secretaría? Pensé.


Fue cuando de la nada aparece ella y se instala. Discretamente la observé por un momento y luego desvié la mirada.


-Quizás me mire, soy un tanto tímido.


Pero mis ojos no soportaron el deseo de contemplarla. Fernanda era su nombre, lo decía su credencial en su pecho.

-Bonito nombre, pensé.

Sus ojos brillaban debido al efecto que causaban sus anteojos frente a la pantalla del computador, no pude ver el color de estos. Su fino rostro hacían que mi vista se centrara nada más que en ella. Tiene una sonrisa que me recuerda a mi niñez, no se, todo era tan fresco en ese entonces como el brillante cielo azul. Cabellera larga y oscura, me recuerda a uno de esos cálidos y seguros lugares de cuando niño me ocultaba hasta que llegara tranquilidad. Sin duda era la mujer más hermosa que había visto. Al verla sentada al frente mío, comencé a imaginarla, caminando junto a mi por ese parque donde la naturaleza y su color verde se manifiestan en su máxima expresión, paseando tardes completas a la orilla de la playa, esperando que el sol se oculte para admirar la noche sentados en las rocas. Miles de planes se me vinieron a la cabeza. Probablemente estoy loco, pero ella me ha dejado cegado. Sigo contemplandola con disimulo, de pronto miro al fondo de sus ojos.

-Por fin puedo ver esos ojos color pardo, preciosos.

Fue cuando me di cuenta que ella también me observaba y había descubierto mis dos grandes secretos...

- Su turno señor, el doctor lo espera.

- Gracias

...Mi larga Soledad y Amargura...

sábado, 12 de enero de 2008

Café y sonrisas


Desde que me mudé al nuevo departamento no he hecho más que estar solo. Sí, me mude por una razón de fuerza mayor, o estudios mejor dicho. Los días se hacen eternos, más aún si la rutina comienza poco a poco a desanimarte. Levantarse, ir a la universidad, estar sumido horas en esos tacos que se forman en alameda. El metro tampoco es la mejor alternativa. Llegar cansado, comer, estudiar, dormir. Todos los días lo mismo. Si no fuera porque salgo a tomar un café todos los fines de semana, mi vida sería de monotonía extrema.


Lo recuerdo bien. 19 de febrero. Viernes por la noche. Era uno de esos días en que cumplía con la rutina diaria. Es increible lo agotador que se torna. Entré al edificio pero sin la habitualidad de siempre: sin mirar ni notar a nadie. Esta vez entré observando el tipo de ambiente con el cual me relacionaba. Dos guardias de turno se paseaban por la entrada, con cara de resignación, quién sabe por qué. Me dirijo al ascensor, se abre la compuerta y es ahí. La vi. Hermosa, pelirroja, 1.65 m aproximadamente y poseedora de unos ojos capaces de enamorar hasta al más frío de los hombres.

Durante semanas no hacías más que observarla. Contemplarla. A decir verdad me la he topado pocas veces frente a frente. Jamás me ha dirigido la palabra, ni yo he intentado cambiar esto.

Era otro de esos fines de semanas sin nada más que hacer por las noches que salir a tomar un café. Iba saliendo del edificio cuando se cruza ella y sale veloz, como si la prisa la estuviera matando. La seguí. Caminé muchas cuadras tras ella. Caminaba con ritmo de centro y esa perfecta cabellera oscura que la perseguía involucraba mis ojos sobre ella. Se me hacía eterna la caminata hasta que la veo detenerse. Teatinos con Huerfanos. Entró en un café y la perdí de vista. Decidí continuar con mi paranoia y entré al lugar. Estaba vestida de rojo. Lindo rostro, claros ojos, una perfecta postura de burdel y una brusca intención de ser amable. Tímidamente se me escapó un "Hola" y le pedí un cappuchino. No me reconoció. Me respondió con rouge y una sonrisa encantadora.
El café era amargo. El segundo también. Incluso un tercero.


Que más da.


Lo importante era sonreir.